
A raíz del estreno de El ascenso de Skywalker, o de la polémica alrededor de Sonic, se generó cierto debate sobre los peajes artísticos generados por la estricta vigilancia que el fandom ejerce sobre las creaciones. No deja de ser otra fuerza más que condiciona a los responsables de filmes de gran presupuesto, quienes ya trabajan bajo el escrutinio de grandes corporaciones. En todo caso, el fenómeno no es novedoso: los aficionados han presionado a los autores a lo largo de la historia. Arthur Conan Doyle, por ejemplo, quiso matar a su inmortal Sherlock Holmes en el lejano año 1893.
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